Tres con treinta y tres
«Diez kilómetros dan de sobra para llegar a Torrecárdenas, ¿no?» pensé cuando se iluminó el piloto de la reserva tras arrancar el coche. Lo saqué del garaje y salí del coche para abrir la puerta del copiloto (nunca es tarde para ser caballero). Y va la tía y no me lo agradece. Al parecer la educación y las contracciones no se llevan bien.
De camino al hospital, recordé un día en el parque cuando Niquillo jugaba con otro niño. De repente, empezó a hacer algo de frío y todos los adultos sacamos las chaquetas para abrigar a los niños. El padre del otro niño se había olvidado la suya en el coche así que me ofrecí a vigilar a su hijo mientras él iba a buscarla. En el momento en que se marchó, cada niño empezó a correr en una dirección. Cuando volvió, yo no tenía muy claro dónde estaba su hijo.
Mientras conducía, pensaba que nos estábamos mudando a ese mundo de caos y que, una vez en casa, la vida sería otra cosa diferente a la que había sido hasta el momento. A lo largo de ese día recé. Rezar, para los que no tenemos fe, es algo que hacemos solo en momentos de angustia pura. En estas situaciones, mis oraciones han dejado de dirigirse a Dios y han comenzado a dirigirse a mi madre. Supongo que, inconscientemente, sigo el mismo esquema de quien decide enviar su currículum a alguien que conoce de una empresa en lugar de a la empresa en sí.
Volviendo a casa, nuestra principal preocupación era que Nico nos perdonara por haberlo abandonado cinco días y que se le pasara esa tristeza que parece no ser capaz de expresar a través de canales comunicativos convencionales. ¿Sabéis esos niños que meten un perro en su cuarto y tratan de cuidarlo en secreto sin que sus padres se enteren? ¿Esos que se guardan comida en los bolsillos para dársela al perrito y se esfuerzan en mantenerlo callado para que nadie lo descubra? pues así es nuestra vida ahora.
