Paul I
«Cachivache» dijo Paul. «Tenderete» respondí.
Hallar el consenso sobre la palabra más ridícula que habíamos escuchado era uno de los objetivos de nuestras intelectuales reuniones varoniles desde hacía eones. Es curioso que este tipo de lugares tengan obligatoriamente ese aire a podredumbre y a decadencia; y que los lugares con ese aire sean, a su vez, los únicos con la capacidad de albergar esto en su interior. La belleza es aséptica, tal vez por eso no nos marca tanto como el caos, por eso preferimos los bares que alcanzan ese título, casi nobiliario, de tugurio. Toda la obra de Almodovar es un alegato en favor de este argumento con una obsesión, casi enfermiza, por mostrar belleza en la decadencia de esos pisos que rozan el riesgo de derrumbe del centro de Madrid.
«Podredumbre no es mala» corregí. «Si dices podredumbre con acento del Este suena raro, como a hechizo», añadió Paul.
Paul dio un sorbo a la cerveza… llamar birra a la cerveza es de gente guay, como esa gente mamadísima que te ve por el gimnasio y te dice «¡estás fuerte, eh!» cuando en realidad quieren decir que ellos están fuertes o esa gente que te saluda diciendo «¿Qué pasa crack?» y que quieren expresar que ellos se autodenominan de dicha forma.
Me preguntó si pretendía educar a mis hijos en el cristianismo y le conté que teníamos dudas, que la religión es el opio del fútbol, que diga, del pueblo; pero que considerábamos que excluirle de algo tan culturalmente mayoritario como ser cristiano en un lugar como era el lugar en el que iba a desarrollar su infancia no era buena idea. «Además, creo que privarle del scape room que es la religión significa privarle de una experiencia importante de la vida. Salir de ese laberinto te hace abrazar la razón con un fervor pasional, prácticamente místico».
«Yo, si tuviera un hijo, creo que lo haría cristiano solo por ver su cara de ilusión con los Reyes Magos, la parafernalia de regalos y demás. Siempre me ha sorprendido ese estado intermedio en el que un niño deja de creer en el Ratoncito Pérez pero sigue creyendo en los Reyes» comentó Paul. «Es sorprendente la incapacidad del ser humano para detectar patrones» espeté (de casa Tarradellas).
Miré el móvil y tenía un mensaje de Glenn, finalmente no iba a venir. Glenn era un tipo peculiar, en palabras de Paul era «la típica persona a la que le pega cenar una manzana y una coca cola zero». A Paul le gustaba hacer ese tipo de descripciones, buscar algún gesto extravagante que sea más o menos compatible con un estereotipo de persona y usarlo para describir ese estereotipo en cuestión. Solía decir que mi padre era «la clase de persona que está deseando que alguien pregunté por la edad de algún famoso para preguntárselo a Siri».
«Creo que Glenn debería ser más amable» comenté. «¿Más amable? con eso es con lo que se hace el pan, ¿no?».