Oda a la mediocridad
Me alucina ese gesto de falsa modestia en el que alguien confiesa que su peor defecto es ser perfeccionista. Ser perfeccionista, de hecho, me parece uno de los peores defectos. Aprecio mucho más a la gente que se siente cómoda en la mediocridad. Intento potenciarlo cada día y me parece una de las claves de la felicidad.
La búsqueda de la perfección solo trae desgracias. Por un lado, la objetiva imposibilidad de la perfección te paraliza. Por otro, te endiosa y te hace adoptar esa actitud altiva propia de los egos desmedidos.
Por eso no me gustan las historias de amor de curas que cuelgan el hábito para buscar a su amor de juventud en un Mercedes. No me interpelan tanto como aquellas en las que conduce un Seat Panda. Las canciones hablan de historias humildes. Al igual que no nos identificamos con lo ostentoso, no hay belleza en la perfección.
Yolanda sueña con una vida mejor, en la que tengamos más ayuda. Y yo no lo comparto, porque no quiero una vida mejor: quiero esta. No tiene sentido vivir una vida sin estar en las barricadas, sin tapar agujeros con las manos para mantener el barco a flote. No quiero un Mew de nivel cien.
Quiero que mi vida sea mediocre. Si mi vida fuese un diez, sentiría la necesidad de corresponderla tratando de ser la mejor versión de mí mismo. Y no quiero para mí tantas desgracias. No quiero sentir la presión de ser el mejor padre, novio, programador, escritor o profesor. Ni siquiera quiero sentir la necesidad de escudarme en eufemismos como «perfecto, a mi manera» o «busco una voz propia». Quiero ser un feliz siete. Sin complejos.
Hace tres años comencé la tesis con una cita de Wittgenstein que me fascinó: «Lo que siento es la maldición de aquellos que solo han tenido talento a medias». Hoy no pienso así. No quiero sentirme condenado a una vida de asceta. Así que doy gracias a Dios por mi mediocridad.