Finales no felices
Me encuentro ante una época de finales: últimos días siendo tres en casa, se va mi mejor promoción del instituto, creo que me encuentro ante el último arreón del doctorado, se acaba mi periodo de abonado a la UDA, que tanto me ha unido a algunos de mis amigos... Son etapas que me han hecho feliz y que se acaban.
Habrá que resignarse a pensar que aquellas cosas que nunca pensamos que fueran a terminar también tienen un final. Cada vez estoy más convencido de que no existen los finales felices; todos tienen ese insoportable aroma a despedida, que te deja con un nudo amargo en el estómago.
Además, me encuentro ante un problema añadido: creo que algunas de las cosas que se acaban son insuperables. No creo que pueda hacerlo tan bien con los que vienen como con Niquillo, no creo que pueda quererlos más. Algo similar me ocurre como profe o con el doctorado.
Hay muchos motivos que me llevan a pensar así, pero creo que el principal es que la inocencia es un ingrediente mágico para muchas facetas de la vida. La experiencia mata la pasión, y hay que asumir que la inocencia solo tiene una bala.
¿En qué lugar me deja eso? Es duro dar el ciento veinte por ciento (porque con el cien no alcanza) cuando piensas que tu mejor obra está terminada. De hecho, estoy realmente orgulloso de algún artículo que ya he escrito, y me cuesta escribir lo que estoy escribiendo porque siento que es mediocre.
Escuché a Elizabeth Gilbert relatar la desazón de enfrentarse al folio en blanco después de escribir «Come, Reza, Ama». Tal vez la única forma de seguir adelante sea recurrir a los dioses y las musas, para descargarnos de esa responsabilidad consecuencialista que nos abruma. Poner de mi parte cada día, jugar todo lo que pueda, y esperar que ese algo ajeno a mí genere esa conexión que siento que escapa a mi control.