El cura de las rosas
Se planta. No aguanta un día más sin confesarle su amor urgente. Ha decidido que es la hora H del día D, ha pasado por la floristería y ahora camina en busca de la mujer de sus sueños mientras se repite que la cobardía es asunto de los hombres, no de los amantes.
Eso pensé cuando vi a un cura portando una docena de rosas. Me ocurrió la semana pasada, unos días después de que la Iglesia escogiera a un nuevo comandante en jefe para su estado vaticano.
Yo divagaba con las posibles situaciones que habrían llevado a ese señor a renunciar a todo por amor. ¿Se habrá enamorado de una feligresa? ¿Será un amor de juventud? Espero que tenga suerte, pensaba mientras caminaba unos pasos detrás de él.
Pero, de repente, el tío va y se mete en un Mercedes GL-no-sé-qué. ¡Qué rabia! Con lo bonita que estaba quedando la película en mi cabeza.
Porque esta es mi diatriba: a mí me parece que el cochazo baja varios puntos de romanticismo a la potencialmente ficticia historia de amor.
Sin embargo, Yolanda dice que no es verdad, y que si digo eso es porque soy, según ella, una especie de racista de blancos.
Yo diría que no. Las canciones de amor hablan de gente humilde. Por eso la canción de Ismael Serrano se titula «Reina del súper» y no «Reina de Deloitte».
Las historias de amor hablan de taxistas de Nueva York y cabareteras de provincias; no de una fiscal y un bróker. Sospecho que por eso mucha gente intenta parecer menos de lo que es.
Puedes hablar de un bolso carísimo recién comprado; o contar que vienes de comer fuera, en el bar más cutre de la ciudad. Da igual el nivel: si consideras que lo que has contado es opulento, detrás vendrá una excusatio non petita: «Estaba rebajado», «Era una ocasión especial».
¿Por qué? Pues porque nadie quiere ser un cura en un Mercedes.