Demasiado bueno para mi


Hace unos días colocaron un contenedor nuevo frente a casa, uno de esos violetas con muñequitos. Aún conserva ese brillo tan fugaz en el mobiliario urbano. Cada vez que pasamos frente a él, Nico me pide que nos acerquemos a verlo, y lo admira diciendo: «¡Qué bonito!». Me da pena no compartir esa forma de admirar la belleza del mundo.

A veces pienso que no soy digno de ciertos placeres. Yolanda compró la semana pasada aceite del bueno. Como buena rata chepuda, no quiero ni saber cuánto cuesta. Pero, al observar la magnificencia del verdor oscuro del líquido que emana de esa botella, siento que es demasiado bueno para mí. Me parece que esa clase de placeres debería estar reservada para quienes los valoran, no para mí, que apenas tengo papilas gustativas.

De hecho, me siento discriminado cuando escucho hablar de comida. No logro identificarme con ese discurso apasionado que se usa para hablar de gastronomía y que, en ocasiones, roza una especie de erotismo extraño. Me hace sentir incomprendido. Incomprendido y solo. Creo que la soledad tiene mucho más que ver con el sentimiento de incomprensión que con el simple hecho de estar solo.

Con la música me ocurre lo contrario: me molesta que a la gente le gusten los festivales. Creo que eso define mucho quién soy. Me siento culpable por no disfrutar de ciertos placeres tanto como debería y, al mismo tiempo, frustrado al ver que hay quienes disfrutan otros de una manera que considero inadecuada. Pero, con estos bueyes hay que arar.

¿De verdad hay alguien en este planeta que no prefiera una pizza a cualquier otra comida? ¿O solo lo dicen por hacerse los pedantes gastronómicos? El otro día, mientras estaba en el supermercado a punto de pagar, vi una pizza de marca en esa amalgama de productos muy rebajados que se encuentran a punto de caducar. Me puse tan contento que llegué a sentir vergüenza. ¿Son esos mis placeres?

Demasiado bueno para mi
Demasiado bueno para mi