Cinismo y Navidad
No me gustan los desfiles, ni las muchedumbres, ni las cabalgatas, ni las aglomeraciones, ni las procesiones. De hecho, odio cualquier circunstancia que altere la presentación habitual del tejido urbano. Me turba que a la gente le apasionen las efemérides; me hace pensar que son gentes vacías que precisan llenar ese espacio a través de alumbrados públicos, a todas luces innecesarios.
Probablemente se deba a que, durante mis años mozos, fui un cínico llevado al extremo y es difícil que no queden posos. Quise ser la antítesis del chico que grita «¡un palo, un palo!». Quise ser quien va a la Torre Eiffel y no se echa una foto porque hay que disfrutar el momento. Aquél al que le dicen «Felicidades» en su cumpleaños y pregunta: «¿Felicidades? ¿Por qué?».
El tiempo modera. Y ahora, con Nico, persigo cualquier tamborada, procesión o manifestación. A los niños les encantan esos eventos que rompen la monotonía urbana que tanto valoro. De modo que, cada vez transijo más con todo esto. Excepto con la Navidad. La Navidad me sigue llenando de tristeza. Recuerdo que, siendo un niño, mi madre me explicó que las Navidades eran tristes para los adultos, porque es una época en la que te fijas más en los platos que no están. Como en tantas cosas, el tiempo le dio la razón.
De modo que cada Navidad enfrento aquello que en ajedrez denominan «zugzwang», una situación en la que cualquier movimiento empeora tu posición en el tablero. Celebrar las Navidades supone un esfuerzo enorme: organizar, gastar, preparar rollitos de huevo hilado. No merece la pena. Pero la alternativa es todavía más desalentadora: pasar la Nochebuena en el sofá, cenando una tostada con aceite y sal mientras veo el discurso del rey, resulta trágico. Además, me parece que la actuación de Colin Firth está sobrevalorada.