Broncas navideñas
La Navidad es una época mágica y plagada de tradiciones: cabalgatas, lotería, regalos, propósitos. La mayoría de estas costumbres tienen raíces religiosas, pero hay una, en concreto, que tiene un arraigo aún más profundo. Estoy hablando de la bronca posterior a la comida de Navidad.
Esta bronca supone el auténtico pistoletazo de salida de la época invernal. Este año cayó en sábado y se colocó rápidamente en el top histórico de broncas, rivalizando con la que ostenta el título.
La que lidera dicho ranking tuvo lugar cuando tenía doce años. Todo empezó con una llamada de la madre de mi amigo Manolo, invitándome a la playa. Mi madre no llegaba, así que le dejé una nota y me fui. Unas horas más tarde, mientras disfrutaba de un helado, apareció mi madre de muy mal humor tras buscarme por todas las playas. Claro que, para ser justos, había un pequeño detalle que omití mencionar a la madre de mi amigo: tenía treinta y nueve de fiebre.
El caso es que da igual que seas el último en llegar a la comida y el primero en irte. Uno puede calibrar la intensidad de la bronca, pero nunca su existencia. Además, no merece la pena esgrimir excusas. Es mejor agachar la cabeza ante una lucha perdida de antemano, porque soy consciente de que hay un argumento contra el que no puedo luchar, un argumento que no por manido pierde su efectividad: «¡Tienes tres hijos!».
Por cierto, por si algún mercenario del capital lee esto, os dejo una lucrativa idea de negocio: floristerías que abran veinticuatro horas en los días de las comidas de Navidad. Sería un éxito rotundo. Pero yo no pienso montarlo, no quiero trabajar en Navidad. Prefiero disfrutar de sus mágicas tradiciones.